jueves, 27 de junio de 2013

Mundo Contemporáneo


La Declaración de Independencia de Estados Unidos


En 1776, Thomas Jefferson, escribió la Declaración de Independencia Americana.
En 1776, Thomas Jefferson, escribió la Declaración de Independencia Americana


El 4 de julio de 1776, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Declaración de Independencia. Su autor principal, Thomas Jefferson, escribió la Declaración como una explicación formal de por qué el Congreso había votado el 2 de julio para declarar la Independencia respecto a Gran Bretaña, más de un año después del estallido de la Guerra de la Revolución de Estados Unidos, y cómo la declaración anunciaba que las trece Colonias Americanas ya no eran parte del Imperio Británico. El Congreso publicó la Declaración de Independencia de varias formas. Inicialmente se publicó como un impreso en gran formato que fue distribuido ampliamente y leído al público.
Filosóficamente, la declaración hace énfasis en dos temas: derechos individuales y el derecho de revolución. Estas ideas llegaron a ser ampliamente aceptadas por los estadounidenses y también influenció en particular a la evolución Francesa. 
Los deseos de independencia de las Trece Colonias estadounidenses, que se fraguaron durante años de conflicto con los británicos por sus medidas impositivas y monopolistas con levantamientos como el Motín del té, estallaron el 18 de abril de 1775 cuando se produjo el incidente de Lexington: un grupo de soldados británicos que viajaba de Boston a Concord para confiscar municiones disparó contra un grupo de milicianos de la población de Lexington, haciendo así saltar la chispa que dio comienzo a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.
El desarrollo de la contienda
"Washington cruzando el Delaware" por Emanuel Leutze (1851)
Tras el incidente, los británicos se vieron obligados a replegarse hacia Boston, donde contaban con los cerca de 4.000 "casacas rojas" enviados para apaciguar los ánimos en la región. Los sublevados, por su parte, habían reclutado ya un ejército popular entre los partidarios de la independencia y, en Mayo, los británicos fueron sitiados en Boston por un grupo de milicianos que superaba ya las 10.000 personas. Los británicos pidieron refuerzos y en su ayuda fueron enviados unos 6.000 soldados. Massachusetts se encontraba bajo la ley marcial.
Al mismo tiempo, se había reunido en Filadelfia el llamado Segundo Congreso Continental, compuesto por representantes de las Trece Colonias y que hacía las veces de gobierno provisional nacional. Entre sus acciones se incluye el nombramiento como comandante de George Washington, quien en julio se dirigió hacia Boston para organizar el ejército y dotarlo de uniformes y armamento. El Asedio de Boston continuó hasta marzo de 1776, cuando los británicos se vieron obligados a retirarse al mar en sus cerca de 120 buques, tras tomar conciencia del alcance real del conflicto y aceptar que se encontraban sumidos en una auténtica guerra.
El 4 de julio de 1776, el Congreso Continental firmó la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, redactada por Thomas Jefferson sobre la base de la Declaración de Derechos de Virginia, firmada apenas un mes antes. Entre los 56 congresistas presentes se encontraban también George Washington, John Adams y Benjamin Franklin.
El Congreso fue asimismo responsable de la creación en 1777 de la primera bandera de Estados Unidos, compuesta de 13 franjas y 13 estrellas en representación de las Trece Colonias.
Tras abandonar Boston, los buques británicos, por su parte, se habían dirigido hacia Nueva York, donde se les habían unido nuevas tropas enviadas desde Inglaterra al mando del comandante William Howe. Las fuerzas británicas contaban ya unos 30.000 hombres.
El conflicto se fue desarrollando en forma de guerra de guerrillas hasta octubre de 1777, momento en el que las tropas británicas se vieron obligadas a rendirse tras la Batalla de Saratoga, en el estado de Nueva York. El hecho sirvió para levantar el ánimo de los colonos, que se encontraron de este modo en posición de lanzar una ofensiva contra el ejército británico, así como para despertar el interés en la contienda de las otras grandes potencias de la época: Francia y España.
Ambas potencias se encontraban enfrentadas a Inglaterra, por lo que vieron en el conflicto una oportunidad para resarcirse. En febrero de 1778 Francia entró formalmente en la guerra y España comenzó a colaborar con los colonos enviando dinero y armamento. Un año más tarde España declaró la guerra a Inglaterra.
Con la participación de estas potencias, Inglaterra se vio obligada a desviar tropas hacia Europa, donde sus territorios se encontraban amenazados. Ante el avance contra Inglaterra, Holanda se decidió asimismo a tomar parte en la contienda, con la esperanza de poder sacar provecho en relación a sus posiciones de ultramar.
El final de la contienda
Los colonos fueron avanzando hasta que las tropas inglesas quedaron reducidas a Virginia donde, en 1781, un ejército compuesto por unos 16.000 hombres franceses y estadounidenses dirigido por George Washington asedió en Yorktown a unos 8.000 soldados británicos, que se vieron obligados a rendirse. Tras este hecho, Gran Bretaña no tuvo más remedio que pedir la paz.
El 3 de septiembre de 1783 se firmó el Tratado de París, que puso fin a la contienda. El tratado, entre otras cosas, reconocía la independencia de las Trece Colonias, que pasarían a llamarse los Estados Unidos de América y ocuparían los territorios comprendidos entre Florida y Canadá, llegando por el este hasta el río Misisipi.



Revolución Francesa




La historiografía francesa ha consagrado el hecho revolucionario de 1789 como el gozne que marca el giro del proceso histórico que hizo entrar al mundo -no solamente a Francia- en una nueva etapa que ella misma bautizó con el nombre de "contemporaine". Pero si es cierto que aquel fenómeno revolucionario fue de trascendental importancia, también hay que tener en cuenta que alrededor de esa fecha se produjeron otros acontecimientos que vinieron a reforzar la idea de cambio. En el mes de abril de aquel mismo año de 1789, George Washington fue nombrado primer presidente de los Estados Unidos de América, y en aquel verano se instaló la primera máquina de vapor para la industria del algodón en Manchester. Fueron tres acontecimientos que, aunque muy diferentes en importancia, simbolizan el comienzo de una nueva edad. El conflicto entre el orden viejo y la nueva realidad en Francia, el nacimiento de una nación en América y el comienzo del predominio de la máquina para la producción industrial.Con todo, la fecha de 1789 prevaleció sólo en los países latinos, y entre ellos, naturalmente, España, fuertemente influida por la historiografía francesa. En los países anglosajones, cuando se habla de Historia Contemporánea, se hace referencia más bien a ese periodo del pasado reciente que se inicia con el siglo XX (Barraclough), o incluso, más adelante, con el estallido de la Primera Guerra Mundial (Thompson). Todo lo anterior es para ellos Historia Moderna o Modern History. Se utiliza, por tanto, un criterio distinto y se retrotrae su comienzo a una fecha más reciente.Sin embargo, aun respetando todos los criterios que, de acuerdo con los argumentos de convencionalidad empleados más arriba, pueden ser perfectamente válidos, hay razones para justificar que alrededor de los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX, se inicia una nueva etapa histórica. Todos los movimientos revolucionarios o independentistas que se produjeron durante estas fechas están marcados por una nueva ideología, por unas notas diferenciales que los distinguen de los fenómenos históricos que se produjeron en la Edad Moderna. Hay quien estima que estas notas estaban también implícitas en la etapa histórica anterior, pero ello no contradice la realidad incontestable del cambio. Es natural la relación entre las distintas épocas históricas. Se ha negado ya la existencia de cortes bruscos en el proceso histórico. Los cambios, aun siendo revolucionarios, no significan la ruptura total con lo anterior, ni la aparición de realidades totalmente nuevas. Por eso suele suceder que los contemporáneos no tengan conciencia de los fenómenos transformadores. Sin embargo, la observación del historiador, con la ayuda que representa la perspectiva del tiempo, puede fácilmente apreciar el contenido diverso de los distintos periodos en los que se suele dividir la Historia.En efecto, por su contenido, la Historia Contemporánea resulta de más fácil aceptación como unidad monográfica. Comprende el desarrollo histórico del Nuevo Régimen salido de la crisis de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, que se contrapone al Antiguo Régimen, anterior a la Revolución. El concepto de Nuevo Régimen fue fijado por los historiadores de la cultura a principios de siglo y constituye una realidad histórica coherente, cuyos supuestos políticos, sociales, económicos e institucionales se han mantenido, cuando menos, hasta la Segunda Guerra Mundial.Aunque el historiador francés Pierre Goubert puso de manifiesto las dificultades existentes para conseguir una definición precisa de lo que se entiende por Antiguo Régimen, aceptaba en líneas generales el criterio propuesto por Tocqueville de considerarlo como "una forma de sociedad" y añadía que "el Antiguo Régimen es una sociedad de una pieza, con sus poderes, sus tradiciones, sus usos, sus costumbres, y en consecuencia, sus mentalidades tanto como sus instituciones. Sus estructuras profundas, estrechamente ligadas, son sociales, jurídicas y mentales". Pues bien, estas estructuras murieron, en algunos lugares mediante una lenta agonía, y en otros, con la rapidez que le proporcionaba la violencia revolucionaria, dando paso a un régimen nuevo que iba consolidando unas nuevas estructuras a medida que se adentraba en el siglo XIX. José Luis Comellas ha señalado lúcidamente, en unos cuanto trazos, la personalidad de esta nueva época: "la inquietud, la búsqueda, la carencia de lo absoluto, la variabilidad de las formas y de las valoraciones, la incertidumbre, la fuera de lo existencial, el ansia de progreso, son rasgos reconocibles a lo largo de toda la Edad Contemporánea, lo mismo en la época de las revoluciones, que bajo el romanticismo, el positivismo o el estruendo de las grandes guerras mundiales. También en lo estructural o institucional, encontramos como rasgos comunes la inflación del concepto de libertad, los regímenes liberales y democráticos, el constitucionalismo, el parlamentarismo, los partidos políticos -larvados o expresos-, el clasismo social, el capitalismo económico y -larvadas o expresas también- la proliferación del proletariado, la lucha de clases y las consiguientes teorías o sistemas de corte socialista".Sin embargo, aunque ninguno de estos rasgos señalados haya perdido del todo su carácter de contemporaneidad, hoy se tiende a admitir un orden de realidades de creación más reciente, como elemento definidor de nuestro tiempo. Es más, el hecho de que los historiadores anglosajones y germanos retrasen el inicio de la Edad Contemporánea hasta situarlo en un jalón, cuando menos un siglo más cercano a nuestro presente, constituye la mejor evidencia de que en el tránsito del siglo XIX al XX se produce otro cambio importante en el proceso histórico. El historiador inglés Geoffrey Barraclough, en su Introducción a la Historia Contemporánea (Madrid, 1965), se muestra defensor de la postura de considerar que la Historia Contemporánea comienza cuando los problemas reales del mundo de hoy se plantean por primera vez de una manera clara. Sin atreverse a señalar una fecha concreta, Barraclough sugiere que el cambio se produce en los años inmediatamente próximos a 1890. Es entonces cuando se produce el impacto de la "segunda revolución industrial", mucho más generalizado que el de la primera. El comienzo de la utilización del teléfono, la electricidad, los transportes, las primeras fibras sintéticas, etc., serían buena prueba de ello. La intervención de la masa en la política a partir de los últimos decenios del siglo XIX, constituye otro importante rasgo diferenciador que permite a este historiador en esos años un cambio de rumbo en la historia. Y por último, para señalar solamente las notas más significativas, el cambio operado en las estructuras de las relaciones internacionales, en el sentido de que Europa, que hasta entonces había ocupado una posición central en el concierto de la política mundial, se vio desbordada por las fuerzas externas a ella. Es la etapa que señala The end of European History, como pomposamente tituló Barraclough una conferencia pronunciada en 1955 en la Universidad de Liverpool.Sin necesidad de aceptar este criterio que establece el inicio de la Edad Contemporánea en los últimos años del siglo pasado, no podemos negar la evidencia de las transformaciones que se producen en ese momento. Esa evidencia nos permite, cuando menos, justificar los límites de este volumen, no ya en cuanto a su extensión cronológica, sino también en lo que se refiere a su contenido histórico. Así pues, hay un siglo XIX histórico, el cual aunque no coincide exactamente con el siglo XIX cronológico, presenta unos rasgos muy homogéneos y unos límites razonablemente claros que lo distinguen del siglo de las Luces por su comienzo y del actual por su terminación.Al siglo XIX se le ha denominado el siglo de las revoluciones liberales y burguesas, y, en efecto, se abre con ese fenómeno de capital importancia para la historia universal como es la Revolución Francesa, cuyas secuelas se dejan sentir en muchos países del mundo a lo largo de toda la centuria y que en definitiva terminan por consolidar una serie de cambios profundos en la organización de la sociedad, en los sistemas políticos y en la propia dinámica de la economía.


La revolución industrial


Durante los últimos decenios del siglo XVIII se ponía en marcha en Inglaterra la denominada revolución industrial, esto es, un proceso de crecimiento de la producción y de transformaciones estructurales que en un lapso de tiempo relativamente corto (no más de dos generaciones) daría lugar a una nueva sociedad en la que el capitalismo industrial estaba plenamente asentado. Sus limites cronológicos suelen situarse en el decenio de 1780, cuando, dice Hobsbawm, las curvas estadísticas más importantes inician una importante subida (o, más concretamente, 1763, cuando el final de la Guerra de los Siete Años supuso un gran avance en el dominio colonial de Gran Bretaña, o 1765, año de instalación de las primeras jennys... ) y, por el extremo superior, en 1830, en que se inauguró el primer ferrocarril. No exageran los historiadores que comparan su trascendencia con la de la revolución neolítica. Sus consecuencias se advertirán en todos los ámbitos (económico, social, político, cultural, vital) y "en la perspectiva del tiempo largo", serán, entre otras, el afianzamiento del sistema fabril (factory system); el crecimiento autosostenido de la producción y, con ello, la ruptura de los viejos y rígidos topes que impedían el crecimiento de la población(siempre acompañado, además, de su empobrecimiento) más allá de unos estrechos límites; la consagración definitiva de la figura del empresario industrial (por extensión, de la burguesía, propietaria fundamental de los medios de producción); la generalización del trabajo asalariado, formándose una nueva clase social, el proletariado, ajena a la propiedad de los medios de producción y cuyas condiciones laborales se modificaron profundamente respecto a la etapa anterior...El proceso, iniciado en Gran Bretaña, fue vivido desde la Europa continental a la vez como desafío y amenaza, tanto desde el punto de vista económico como desde el político, provocando la emulación, primero en Francia y la actual Bélgica, después en los territorios que darían lugar a Alemania, Estados Unidos y otros países. Pero esto ocurrió ya en el siglo XIX. Por lo que respecta al Setecientos, la revolución industrial es un fenómeno estrictamente británico y estaba sólo en sus comienzos: la fase decisiva será, precisamente, la comprendida entre 1800 y 1830. Por ello, deberemos centrarnos, sobre todo, en las razones que hicieron de Inglaterra el primer país industrial. Lo que, sin embargo, no es tarea del todo fácil. Pese a la inmensa bibliografía disponible, "todavía sabernos más acerca del cómo que del por qué", escribía no hace mucho David S. Landes, refiriéndose a la dificultad de establecer con exactitud la dinámica de los diversos factores que intervinieron en el proceso y la importancia de cada uno de ellos.Porque las explicaciones monocausales, esgrimidas hasta hace relativamente poco, han quedado definitivamente descartadas. Y en los análisis tienen cabida factores ya no exclusivamente económicos, sino de orden político, social, legislativo o cultural, sin faltar, incluso (recuperando a Max Weber), los religiosos. Se tiene en cuenta, por ejemplo, el peculiar sistema político inglés y la progresiva identificación de intereses públicos y privados ("la política británica es el comercio británico", habría dicho Pitt el Viejo en 1767), la ausencia de una legislación tan intervencionista y de normativas gremiales tan restrictivas como en la mayor parte de los países del Continente, la clarificación de los derechos de propiedad, la tradicional mayor flexibilidad social de la isla, su alto grado de individualismo y racionalismo, la asunción de la idea de enriquecimiento personal como algo legítimo y deseable o las instituciones de enseñanza de algunas confesiones religiosas disidentes (metodistas, cuáqueros, baptistas) y la solidaridad entre sus miembros (para prestarse dinero, por ejemplo). La revolución industrial formaría parte, pues, de un amplio proceso de modernización iniciado mucho tiempo atrás y que culminaría después de la fase crítica a que ahora nos referimos.Por otra parte, se inserta la revolución industrial en un proceso de crecimiento económico cuyo origen es también muy anterior (difieren, sin embargo, las posturas acerca del momento de su inicio), caracterizado portransformaciones agrarias, crecimiento del comercio exterior, difusión de la industria rural dispersa y desarrollo de la industria carbonífera, factor este último al que se concede, en general, gran importancia, y algún autor, como E. J. Wrigley, lo convierte en elemento decisivo por las peculiaridades tecnológicas que entraña y por cuanto suponía de fuente de energía barata y de liberación de tierra cultivable (que el combustible vegetal necesitaba para su obtención). Sólo teniendo en cuenta este previo crecimiento económico puede entenderse la ruptura y discontinuidad (pero no global, sino gradual y selectiva) de la que nos estamos ocupando.Hubo coincidencia entre el inicio de la ruptura y la aplicación a la industria de innovaciones tecnológicas más eficaces que las introducidas con anterioridad. Y durante mucho tiempo se vio en dichas innovaciones tecnológicas la causa principal de la aceleración del crecimiento. Pero, admitiendo su contribución al crecimiento, hay que recordar las limitaciones de su difusión y, sobre todo, que la innovación tecnológica no es un hecho autónomo y aislado de las específicas condiciones económicas del momento: la jenny y la water -frame surgieron, de hecho, cuando el consumo de algodón bruto estaba creciendo ya muy deprisa.W. Rostow consideraba imprescindible la preexistencia de la revolución agrícola para el surgimiento de la revolución industrial. La base del crecimiento en la Europa moderna fue, sin duda, la agricultura y también este caso sería incomprensible sin las transformaciones y desarrollo agrarios que acompañaron, más que precedieron, al desarrollo industrial. Pero su papel no fue siempre el que tradicionalmente se le había asignado, sobre todo, en lo referente a la aportación de hombres y capitales (punto éste que veremos en un contexto más amplio).Contra lo estimado hasta hace poco, hoy se piensa que el papel de las transformaciones agrarias en la liberación de mano de obra para la industria (el ejército de reserva) no fue tan intenso como se creía. Las nuevas técnicas agrícolas y los cercamientos introdujeron cambios en el estatus de los campesinos, pero, pese al aumento de la productividad, también exigieron más mano de obra asalariada en el campo. La emigración campo-ciudad existió, sin duda, pero fue debida, casi con seguridad, más al propio crecimiento demográfico y a la búsqueda de los salarios más elevados de Shefield, Lancashire o Yorkshire, por ejemplo, que a la situación de desocupación total en el campo (las trabas a la emigración derivadas de las leyes de pobres y otros vínculos afectivos y psicológicos fueron, muy probablemente, poco eficaces). La industria encontraba lo esencial de su mano de obra en los excedentes demográficos de las áreas afectadas, reforzados por la emigración irlandesa. Las primeras migraciones masivas de algunas zonas del sur y el este de Inglaterra hacia las zonas mineras e industriales comenzarán en los últimos años del Setecientos y primeros quinquenios del Ochocientos para intensificarse notablemente en la década de 1830. Aunque también, en ciertos casos, recordará M. Berg, dichas transformaciones, más que hombres, pudieron liberar tiempo de los campesinos que cabía emplear en la industria a domicilio.Trevor Ashton, en su clásica interpretación sobre la revolución industrial, insistía en la abundancia de capitales en Gran Bretaña -lo que es un hecho incuestionable- como elemento decisivo en el desencadenamiento de la revolución industrial. Y W. Rostow se refería al gran salto en la tasa de inversión (se habría duplicado ampliamente) como un elemento clave para que el despegue (take off) de la industria se produjera. Se pensaba, indudablemente, en establecimientos industriales que exigían grandes inversiones. No hay acuerdo entre los historiadores acerca de las tasas de inversión existentes en Gran Bretaña en la época, pero, en cualquier caso, es indudable que aumentaron las inversiones en la industria. Ahora bien, en sus orígenes, muchas empresas precisaron capitales más bien reducidos (entre otras razones, porque se utilizaban edificios preexistentes, polivalentes, además, en su utilización y la tecnología era relativamente barata: en 1795 una jenny valía 6 libras y una mule, de 30 a 50 libras). Los empresarios, de nuevo cuño o ya experimentados al frente de la industria dispersa, no debieron de tener graves problemas para conseguirlos y, en última instancia, el recurso a familiares y amigos, en un círculo restringido, pudo ser suficiente, prosiguiéndose después por la vía de la autofinanciación, ya que los márgenes de beneficios fueron altos. Teniendo esto en cuenta, no parece que las transferencias de capitales de la agricultura a la industria fueran sustanciales (y no hay que olvidar que también las hubo en sentido inverso, de la industria a la agricultura, al menos hasta que a finales de siglo escaseó la tierra en el mercado, dado el todavía mayor prestigio social de la propiedad agraria).Capitales procedentes de la agricultura se habían invertido en minas e industria siderúrgica, pero en la segunda mitad del siglo XVIII, los landlords tendieron más a arrendar dichos establecimientos que a continuar con su explotación directa. Los capitales agrarios se dirigieron ahora -además de a los ámbitos tradicionales, como la deuda pública- a las necesidades derivadas de la nueva agricultura y los cercamientos. Y se emplearon también en obras de infraestructura (canales y carreteras de peaje) y en este campo no se puede minimizar su positiva repercusión en la revolución industrial, tanto por su influencia en la homogeneización del mercado nacional como por su influencia en el abaratamiento de los precios del transporte (que afectaría a materias primas, combustibles y productos terminados). Por otra parte, debemos señalar la contribución indirecta de la agricultura al absorber en mayor proporción que la industria el incremento de la presión fiscal, estimado en un 250 por 100 per cápita entre 1700 y 1790 y todavía multiplicado durante las French Wars; de no haber sido así, la industria inglesa, aún no asentada totalmente, podría haber recibido un golpe fatal.La transferencia indirecta de capitales agrarios por medio de la banca (trasvase de fondos de los bancos locales del sur y este del país a los bancos londinenses, que habrían financiado las industrias del norte), suele considerarse en la actualidad (E. L. Jones) más reducida de lo que se pensó, dadas las necesidades crediticias de los propios agricultores entre la siembra y la cosecha. Pero también se conocen numerosos casos de créditos, generalmente a corto plazo, concedidos por la banca a firmas industriales, de la misma forma que algunos fabricantes se asociaron con banqueros y, finalmente, muchas firmas comerciales desempeñaron un papel decisivo en el desarrollo de las empresas comerciales al aceptar letras de cambio en el pago de materias primas u otros elementos necesarios que, así, no se pagarían de hecho hasta después de la venta de los artículos manufacturados: pudo así solventarse la necesidad de capitales circulantes.Pero la auténtica fuerza motriz del desarrollo fue el crecimiento de los mercados. Aumentó considerablemente, como sabemos, la población inglesa en la segunda mitad del siglo, lo que amplió las dimensiones de la demanda. Y aquí vino la contribución esencial de la agricultura. Las repetidamente citadas transformaciones e innovaciones en el campo contribuyeron por sí mismas, aunque en medida no aclarada (incluso discutida), a incrementar la demanda, por ejemplo, de clavos y otros objetos metálicos para realizar las enclosure (que, por ciento, también se estimulaba desde otro ámbito tan distinto como la construcción naval). Pero, sobre todo, permitieron no sólo alimentar a dicha población creciente, sino también mejorar las rentas agrarias. Y aunque desde mediados de siglo el aumento de los precios de los alimentos podría haber retraído la demanda de los labradores, E. L. Jones argumenta que dicho aumento no consiguió eliminar la parte de renta destinada por aquéllos al consumo de productos manufacturados, a cuyo disfrute se estaban acostumbrando, hasta el punto de que en lo sucesivo estuvieron dispuestos a trabajar más intensamente para adquirirlos. Se ha de añadir la importancia de la urbanización y la notable inserción de la población rural y artesanal en los circuitos comerciales. Ya a mediados del siglo XVIII la población inglesa poseía un desarrollo del mercado interno y un nivel de consumo muy superior al de cualquier otro país de Europa. La dinamización demográfica de la segunda mitad de siglo se produciría en ese contexto de consumo elevado, lo que constituye un elemento fundamental para el futuro desarrollo económico.Hay que sumar la demanda exterior, aunque el papel qué pudo cumplir está marcado por el debate. La exportación de productos manufacturados británicos no tuvo una importancia muy directa en la introducción de las innovaciones, ya que su gran crecimiento se produjo después de 1780, pero no se le puede negar su efecto multiplicador; las exportaciones, dirá Crouzet, fueron un motor de crecimiento esencial para la economía británica de 1783 a 1802. No hay que insistir demasiado en la amplitud de las relaciones comerciales de Gran Bretaña, que se extendían por todo el globo. Y, en concreto, el mercado norteamericano, sobre todo después de la independencia de las trece colonias, fue ampliando progresivamente su importancia en las exportaciones inglesas. Pero también en Europa había países que debían claudicar ante la mayor competitividad de la industria británica. Y fuera ya de nuestros límites cronológicos, llegará un momento en que los algodones británicos consigan imponerse hasta en el territorio de su procedencia, la India, compitiendo ventajosamente con los allí elaborados por los métodos tradicionales y arruinando definitivamente la vieja estructura económica de la colonia.Tales fueron los complejos factores que, entremezclados, situaron a Inglaterra a la cabeza de Europa por su producción industrial, de la que el algodón fue, indiscutiblemente, el sector líder y en la que industria metalúrgica y la extracción carbonífera también ocuparon posiciones dignas. En ningún otro país se dio a finales del siglo XVIII una tan feliz conjunción de factores estructurales y coyunturales, económicos y sociales, políticos y culturales... Quizá sólo Francia habría podido, por los recursos de que disponía, llegar a resultados brillantes. Incluso estuvo durante buena parte del siglo por delante de Inglaterra en cuanto a crecimiento económico y productividad. Pero el país, como casi todos en Europa, era más grande, más fragmentado y peor comunicado que Inglaterra, sus rentas estaban mucho más desigualmente repartidas, las supervivencias feudales en el campo impedían cualquier transformación estructural esencial y dificultaban la afirmación de núcleos dinámicos de burguesía rural, las condiciones políticas e institucionales, como es bien conocido, eran muy distintas, los privilegios estamentales eran vigorosos... El Antiguo Régimen estaba mucho más vivo en Francia y, en la misma medida, la modernización estaba lejos.

EL IMPERIO RUSO

La rusa zarista
A lo largo del siglo XIX Rusia permaneció ajena al proceso de industrialización que
se desarrollaba en Europa y otros continentes. El inmovilismo social y político la
sustrajeron a los cambios que alteraron las estructuras de buena parte del mundo
occidental. Por eso se considera que la Rusia de los zares en los inicios del siglo XX era
un país atrasado.
La rusa zarista: un país retrasado
La Rusia de principios de siglo era un país atrasado económica, social y políticamente.
Sin embargo, desde el punto de vista internacional, ejercía el papel de gran potencia
militar. Lo era sólo en apariencia, pues su ejército se había ido quedando anticuado a lo
largo de la segunda mitad del siglo XIX
Esta situación se apreciaba en tres planos:
-económicamente
-políticamente
-socialmente
La rusa zurita: económicamente
A comienzos del siglo XX Rusia era un país preindustrial, anclado en el pasado, con un
predominio absoluto del sector agrícola. La estructura de la propiedad descansaba
sobre grandes latifundios en manos de la aristocracia, la Corona, la Iglesia y unos
pocos agricultores acomodados. La industrialización, iniciada tardíamente y circunscrita
a las grandes urbes, dependió siempre del capital extranjero y de la iniciativa del
Estado. 


La rusa zurita: socialmente.
SOCIALMENTE.- -El campesinado constituía el estrato social mayoritario.
-La aristocracia.- muy conservadora, ostentó hasta 1861 privilegios señoriales de
carácter feudal, en tanto que en el resto de Europa se habían ido aboliendo a lo largo de
la primera mitad del siglo.
-El proletariado industrial.- era igualmente reducido, poseía una elevada conciencia
de clase y una alta politización, debido a la implantación de ideologías revolucionarias
procedentes de Europa (anarquismo y marxismo).
-Las clases medias.- consolidadas y en ascenso en los países industrializados, eran
aquí casi inexistentes y sirvieron en gran medida de cantera a la burocracia del régimen
zarista.


La rusa zurita: políticamente

El poder era detentado por una monarquía absoluta y teocrática presidida por el Zar
(Emperador) que pertenecía a la dinastía de los Romanos, apoyado en cuatro pilares:
la nobleza, el clero, el ejército y la burocracia, arropados por una omnipresente policía
política.
Era una forma de gobierno "autocrática"
Las libertades políticas eran inexistentes y los opositores eran perseguidos por la policía
que extendía sus tentáculos por todos los rincones del Imperio.

 

Romanticismo y nacionalismo



Surgió a finales del siglo XVIII por influencias de la Revolución Francesa y la Americana. Defiende el concepto de nación, como un conjunto de individuos libres y soberanos que reclaman el derecho de autodeterminación y elegir sus representantes mediante el voto.


*Características:
-El sentimiento de pertenencia a un grupo humano
-Solidaridad entre sus mienbros
-Amor a la nación
-Unión a través de la lengua y de la cultura
-El romanticismo
-Algunos centros que impulsaron estas ideas fueron: París, universidades alemanas y las sociedades secretas.
-Este concepto de nación es conocido en alemania como Volkgeist.

ROMANTICISMO:




La Edad Media


La crisis de la Edad Media




La expresión "crisis de la Baja Edad Media", u otras similares, como "gran depresión", está firmemente asentada en la historio-grafía contemporánea. Con ella se elude a la presencia, lógicamente en la época de referencia, de una serie de manifestaciones de muy diversa naturaleza que trastocaron la evolución seguida por la sociedad en el tiempo que le precedió. Tradicionalmente se ha puesto el acento en los aspectos demográficos, económicos y sociales de la mencionada crisis. El retroceso experimentado por la población europea, particularmente a consecuencia de la difusión de las epidemias de mortandad, la caída de la producción, ante todo en el medio rural, las bruscas alteraciones de los precios y de los salarios y, finalmente, la acentuación de las tensiones sociales, que alcanzaron cotas desconocidas, serían las manifestaciones más llamativas de la crisis. En cuanto a su cronología, aunque varía lógicamente de unas regiones a otras, se sitúa grosso modo en los siglos XIV y XV, con especial referencia a la primera de las centurias citadas. De ahí que en ocasiones se haya hablado, sin más, de la crisis del siglo XIV. En todo caso parece un hecho comprobado que la crisis ya estaba presente en el occidente de Europa, aunque de forma todavía incipiente, en el entorno del año 1300. Pero fue en el transcurso de la decimocuarta centuria cuando la crisis se generalizó, lo que explica que estuviera en su fase aguda alrededor del año 1400. De ahí, por ejemplo, que la obra colectiva, editada hace unos años por los profesores alemanes Ferdinand Seibt y Winfried Eberhard, y que recoge las ponencias presentadas por destacados especialistas en un seminario que trató sobre dicho tema, lleve por título "Europa 1400. Die Krise des Spätmittelalters" (1984) (hay traducción castellana, con el titulo "Europa 1400. La crisis de la Baja Edad Media", en Edit. Crítica, del año 1993).
La interpretación de la crisis es, no obstante, un problema sumamente complejo. Como en tantas otras ocasiones, a propósito de cuestiones históricas controvertidas, puede decirse que han corrido ríos de tinta y que ha habido opiniones para todos los gustos, llegando algunos historiadores incluso a negar que hubiera crisis en la época final de la Edad Media. Ahora bien, partiendo de lo que juzgamos un hecho incontrovertible, la realidad de la crisis bajomedieval, es preciso destacar la existencia, como mínimo desde los años treinta del siglo XX, de un intenso debate historiográfico sobre el particular. En el mismo se han utilizado, básicamente, dos modelos teóricos de referencia, el "malthusiano", por una parte, y el "marxista", por otra. También se ha discutido si la crisis revelaba la decadencia de un sistema o si, por el contrario, suponía el anuncio de la próxima génesis, por supuesto difícil, de un nuevo mundo. En otras palabras, nos encontraríamos con la dialéctica entre una crisis depresiva o una crisis de crecimiento. Mas lo cierto es que en los últimos años se ha puesto especial énfasis en contemplar la mencionada crisis no sólo desde el prisma socio-económico, sin duda el privilegiado en la tradición historiográfica, sino también desde otras perspectivas. Algunos historiadores han puesto de relieve el impacto ejercido por la gran depresión europea de los siglos XIV y XV en ámbitos de la actividad humana tan variados como el político, el intelectual o el artístico.




Transformaciones culturales y religiosas



El Islam se expandió sobre áreas lingüísticas y culturales heterogéneas. Nada más falso que imaginar una rápida unificación cultural en el crisol de la nueva religión, a medida que crecía el número de sus adeptos, y del nuevo poder. Sin embargo, el resultado final sería el logro, en éste como en otros aspectos, de un ámbito de civilización con rasgos comunes predominantes en cuyo seno los valores y productos culturales circulaban y se comunicaban con fluidez de unos a otros núcleos, sobre todo en los medios urbanos. La aceptación del árabe como lengua común y su uso literario fue, indudablemente, una de las claves del éxito, que se logró en buena parte por el prestigio religioso de que gozaba. En Palestina y Siria el griego ya no se usaba a finales del siglo VIII y el arameo sólo se conservó en los medios nestorianos como lengua litúrgica y literaria. Más resistencia opuso el copto, al menos hasta el siglo X, y su uso continuó en el ámbito litúrgico cristiano hasta el XIII. En Irán, el pehlví no desapareció nunca y revivió desde el siglo X, pero convivió con el árabe. Algo semejante, aunque sin desarrollo literario, ocurría con los dialectos bereberes en el Magreb, cuya supervivencia en ámbitos rurales de montaña fue muy prolongada, además de que el árabe norteafricano adquirió pronto ciertas calidades propias. Y, aun arabizada, la mayoría de la población de al-Andalus conservó, junto al uso del árabe, el del romance, a veces de manera predominante, al menos hasta el siglo XI.
La época áurea de la cultura clásica musulmana fueron los siglos IX al XI, cuando se tradujeron y se asimiló el contenido de numerosas obras filosóficas y científicas griegas, y también de otras iranias. Se fundaron bibliotecas con apoyo político en Bagdad, en la llamada "Casa de la Sabiduría" y Basra en el siglo IX, El Cairo y Córdoba en el X, y todavía en el XI las cortes provinciales, desde los taifas andalusíes hasta los samaníes y gaznovíes del extremo oriental, mostraron una vitalidad cultural extraordinaria. Pero, ¿qué composición tenía aquella cultura profana (adab) cuyo dominio era necesario para el hombre que quisiera moverse en los medios cortesanos y urbanos? La filosofía y la ciencia eran de origen griego mientras que la reflexión ética incorporaba elementos iranios (por ejemplo, en el "Libro de la Conducta" de Ibn al-Muqaffa): se trataba pues, de asimilar ideas y conocimientos exteriores al Islam, de desarrollar nuevas reflexiones y experiencias a partir de ellos o de construir obras con espíritu enciclopédico, pero no se superaron dos límites: no hubo, o apenas, renovación de métodos, y no hubo flexibilidad o interés cultural a la hora de desarrollar el diálogo y la concordancia entre razón y fe.
La historia de los filósofos musulmanes lo muestra con claridad porque aunque buscaron la construcción de un sistema de búsqueda de la verdad con medios racionales, nunca se pudo integrar o coordinar con la fe revelada y, al cabo, la filosofía permaneció como un elemento extraño, poco influyente y minoritario en el seno de la cultura islámica, e incluso fue condenada por los ortodoxos rigoristas aunque ya el más antiguo de aquellos filósofos, al-Kindi había expresado el principio de que nada derivado de la reflexión filosófica podía ser contradictorio u opuesto a la fe. A pesar de tantas limitaciones, sus cultivadores son hoy conocidos por la profundidad de su pensamiento y por la influencia que ejercieron en algunos aspectos del renacimiento filosófico europeo, posterior en varios siglos. El punto de partida era el neoplatonismo de la Antigüedad tardía, al que se añadieron posteriormente los comentarios y reflexiones sobre la obra de Aristóteles.
Desde comienzos del siglo IX a mediados del XI, los principales autores trabajan en Oriente Medio. El persa Al-Razi entendía la realidad a partir de cinco principios eternos (Demiurgo, alma universal, materia, espacio y tiempo), introduciendo elementos maniqueos y otros relativos a la eternidad del mundo que no eran compatibles con el Islam: en él se hallan los grandes temas que preocuparon a aquellos filósofos, tales como la condición creada o eterna del universo o la suerte del ser personal más allá de esta vida. La metafísica de al-Farabi pretendía combinar neoplatonismo y esoterismo si´i desarrollando la teoría de las diez inteligencias que emanan una a partir de otra desde el principio o Ser Supremo; la última, inteligencia activa, única accesible a los hombres es, sin embargo, suficiente para permitirles el conocimiento del ser y su participación en él. Al Farabi tocó también cuestiones éticas y sociales, con criterio platónico, en su "La ciudad perfecta". En el primer tercio del siglo XI, Miskawayh en el campo de la ética y, sobre todo, Ibn Sina (Avicena, m. 1037) en el de la metafísica y la teoría política, llevaron la falsafa a su culminación pues el rechazo religioso y político, encabezado por autores ilustres como al-Gazali, impidió ir más allá. Con la excepción del iraní al-Suhrawardí (m. 1191), la filosofía sólo encontró nuevos cultivadores de relieve en al-Andalus donde ya había destacado Ibn Masarra (m. 931): en el siglo XII escribieron Ibn Bayya (Avempance, m. 1138), Ibn Tufayl y, en especial, Ibn Rusd (Averroes, m. 1198), una de las cumbres de la filosofía medieval, que combinaba sus conocimientos jurídicos y la práctica de la medicina con una capacidad excepcional de reflexión: fue el único filósofo musulmán capaz de asimilar y comentar la obra de Aristóteles, rompiendo con siglos de neoplatonismo; por eso tendría tanta influencia en los medios intelectuales europeos de la segunda mitad del siglo XIII, empeñados en una revolución hasta cierto punto comparable.
Los conocimientos sobre ciencias y técnicas no tropezaron con aquellas resistencias. Por el contrario, sus cultivadores musulmanes demostraron un ingenio excelente a la hora de transmitir saberes de la Antigüedad o de otras civilizaciones y de conseguir nuevos descubrimientos en diversos campos. En este aspecto, más que en otros, la cultura clásica musulmana fue un eslabón imprescindible en la cadena histórica del conocimiento. Difundieron el uso del cero, de origen indio, y de los guarismos, que los europeos no aceptarían plenamente hasta el siglo XI, progresaron en materias de álgebra y trigonometría, en óptica, al estudiar el principio de refracción, en química -a ellos se debe la obtención del alcohol y los primeros métodos de destilación-, en mecánica, al construir complicados autómatas, en medicina, donde los saberes sintetizados en los libros de Avicena o Averroes se estudiaron durante muchos siglos, o en la descripción de la tierra y del cielo pues mejoraron las técnicas de medición de meridianos, difundieron la utilización del astrolabio y mantuvieron una cartografía menos trabada que la cristiana de la época por elementos simbólicos.
Hay que relacionar esto con la curiosidad y capacidad descriptiva de sus viajeros y geógrafos desde el siglo IX al XI, aunque todavía en la primera mitad del XIV se halla la figura extraordinaria de Ibn Batuta: el espacio islámico, en contacto con tantas tierras, mares y culturas, y la importancia de las relaciones comerciales contribuyen a explicar la obra de geógrafos como Ibn Jordadbeh o Qudama ben Ga'far, y de viajeros como el autor de la "Relación de Chinay de la India" (año 851) o como Ibn Fadlan, que escribe en el 921 su relato del viaje al país de los búlgaros del Volga. Posteriormente, autores como Ibn Rustah, Mas'udi, Ya'qubi, Ibn Hauqal o al-Muqaddasi, entre otros, combinan descripciones de tierras y de sociedades con datos preciosos para la historia de su tiempo. Es notable que el Islam clásico no haya conocido un desarrollo historiográfico comparable; al fomentar su religión, tal vez más que otras de la época, un estado general de menosprecio hacia el valor creativo del tiempo, y ofrecer por otros medios guías morales o sociales, la historia ni es cauce de reflexión filosófica ni tampoco vehículo para el ejemplo moral; queda reducida al relato de conquistas, acontecimientos dinásticos, anales palatinos o urbanos, y al género, tan peculiar, de los diccionarios biográficos. La ignorancia del pasado preislámico hace que rara vez se consideren los modelos historiográficos de culturas anteriores, al contrario de lo que ocurría en el mundo cristiano de aquella época: en este aspecto, como en el filosófico, la divergencia cultural aumentaría con el paso del tiempo.
La larga duración de muchos aspectos de la civilización del Islam clásico no debe observarse sólo a través del hecho religioso o de la permanencia de sistemas de organización política tradicionales, sino teniendo en cuenta los variados aspectos geográficos, económicos y culturales; sólo así puede comprenderse bien la riqueza de aquella civilización, la importancia de sus éxitos históricos hasta el siglo XI y muchas de las razones que explican su voluntad de permanencia y sus ideales de restauración en tiempos posteriores.

Monasterio de Santa Catalina (Sinaí, Egipto). Camino del cielo



Una de las características importantes del mundo cristiano es la presencia de grupos compuestos por individuos que consagran su vida a la religión, asumiendo voluntariamente determinadas privaciones o sacrificios en nombre de la fe. Estos grupos, conocidos como órdenes religiosas, tienen su origen en san Antonio Abad, a quien tradicionalmente se considera el fundador de la vida monástica. San Antonio Abad vivió entre los siglos II y III d.C., dedicando gran parte de su vida a la oración en medio del desierto egipcio. Por un efecto de imitación, muchos otros siguieron su ejemplo, bien viviendo como ermitaños, bien fundando en compañía de otros fieles nuevas comunidades religiosas, gobernados por un abad o abadesa. El auge de este tipo de actitudes y comunidades se vio fomentado por la propia religión cristiana, que considera el sacrificio y la entrega a Dios mediante el alejamiento de la vida mundana, vista como un foco de pecado, como una forma de vida virtuosa y un acercamiento al Paraíso. Así, quienes renunciaron a sus bienes y oficios para entrar en estas comunidades fueron observados como un modelo de virtud a imitar por el resto de la población.
Pronto, ante el auge de estas comunidades monacales o monasterios, se vio la necesidad de dictar "reglas" estrictas para organizar la convivencia y fijar la manera en que debía ser realizado el servicio a Dios y a la comunidad. En uno de los primeros monasterios, la abadía de Montecassino (Italia), san Benito de Nursia (480-550 d.C.) estableció una "regla" para regular la vida espiritual y administrativa de los miembros de la congregación. Esta "regla", que rige la vida de las comunidades benedictinas hasta hoy en día, sirvió de punto de partida para la adopción de otras posteriores que han regulado la vida de los monasterios durante muchos siglos. En resumidas cuentas, los miembros de las comunidades religiosas hacen voto de castidad y obediencia, siendo su obligación rezar y cantar los Oficios Divinos. Las distintas "reglas" regulan también aspectos como los tiempos de trabajo, oración, descanso o lectura.
Desde finales del siglo IV, el ideal de vida ascético promovió la multiplicación de numerosas fundaciones, con el objetivo de difundir la vida espiritual entre las poblaciones rurales. Los monasterios tuvieron un gran desarrollo durante la Edad Media, convirtiéndose en un aspecto clave de la política de colonización de nuevas tierras. Las comunidades poseían grandes extensiones de terreno y numerosos sirvientes. Buena parte de la vida económica, social y cultural de las gentes medievales se articulaba en torno al monasterio, organizado siempre siguiendo un modelo ideal.
El edificio principal del monasterio era la iglesia, más o menos grandes dependiendo de las posibilidades de la comunidad. El claustro, con jardín y fuente, era el centro de la vida monástica y el lugar donde meditaban y encontraban algo de esparcimiento.
En los scriptoria, los monjes amanuenses se dedicaron a copiar textos, lo que permitió en gran medida la transmisión del saber de la antigüedad greco-romana, que, de otra forma, se hubiera perdido. Cocina, dormitorios, refectorios y sala capitular completaban las dependencias del monasterio.
Autosuficientes, los monasterios disponían de huertos y granjas. Para trabajar en ellos, contaban con el servicio de campesinos dependientes, pues los monasterios actuaban como grandes propietarios o señores.
Simultáneamente, los monjes actuaban en oficios varios, como sastres, zapateros, tejedores, carpinteros o albañiles. Ora et labora, el oficio manual se consideraba tan importante como el ejercicio del espíritu.



Los grandes descubrimientos geográficos


Descubrimientos geográficos
Durante gran parte de la Edad Media los conocimientos geográficos de los europeos se limitaron a su propio continente y a los países de la cuenca del Mediterráneo. A raíz de lasCruzadas se estableció un estrecho contacto con el Oriente. En el siglo XIII el venecianoMarco Polo viajó por tierra a la remota China y vivió durante varios años en la corte del emperador mongol Kublai Kan. A su regreso a Europa dio a conocer las maravillas que había visto.
El comercio con Asia se hacía por mar y tierra. Todas las mercaderías pasaban por muchas manos y cada mercader deseaba hacer su ganancia. Los más beneficiados eran los mercaderes italianos ya que ellos tenían prácticamente un monopolio sobre las rutas del Mediterráneo. Como consecuencia los consumidores en el resto de Europa debían pagar elevados precios por las especias, sedas y otras codiciadas mercaderías del Oriente.
Los europeos tenían un fuerte interés por las mercaderías importadas, pero no deseaban pagar los altos precios. Los comerciantes de la Europa occidental empezaron a buscar medios para quebrar el monopolio de los italianos y para hacer todo el comercio por mar.Debía ser posible descubrir una ruta marítima directa a las Indias.
Desde el siglo XII la navegación hizo considerables progresos. Los hombres aprendieron a construir barcos más grandes y seguros. Especial importancia tuvieron dos inventos: la brújula y el astrolabio. Antes un capitán sólo había podido orientarse por el sol y las estrellas, pero no había podido calcular la posición del barco. Por eso los barcos preferían mantenerse a la vista de la costa y temían salir a alta mar. En el siglo XII navegantes europeos empezaron a usar la brújula que pueden haber conocido de los árabes o en la China. El astrolabio que se empezó a usar en el siglo XV, era un instrumento que permitía determinar la posición de un barco mediante la observación de los astros. A partir del siglo XIII los navegantes pudieron disponer de portulanos, mapas bastante exactos de los puertos y de las costas.
El deseo de descubrir nuevas rutas marítimas impulsó a los hombres a emprender audaces viajes en el curso de los cuales no sólo exploraron mares desconocidos, sino que también descubrieron nuevas tierras y nuevos continentes.

Los primeros que se atrevieron a abandonar las costas conocidas fueron los portugueses. El infante portugués Enrique, el Navegante (1394-1460), deseoso de aumentar el poder de Portugal y de difundir la fe cristiana, consagró toda su vida y sus medios al estudio científico de la navegación en el Atlántico y a la exploración de la costa africana. Fundó una escuela de navegación en Sagres y contrató a los mejores capitanes y cartógrafos. Sus barcos navegaron hasta las Azores, Madeira, las Islas de Cabo Verde y la Costa de Oro.
En 1487 Bartolomé Díaz llegó hasta el extremo sur de África al cual dio el nombre de Cabo de las Tormentas. Su viaje ofreció la prueba de que había una pasada al Oriente. La buena noticia indujo al rey de Portugal de cambiar el nombre del cabo por el de Cabo de la Buena Esperanza.
En julio de 1497 Vasco de Gama zarpó de Lisboa con cuatro barcos. En noviembre del mismo año pudo bordear el Cabo, luego navegó por la costa oriental de África hacia el norte y cruzó el Océano Indico. En mayo de 1498 llegó a Calicut en la India. En septiembre de 1499 estuvo de vuelta en Lisboa donde recibido con delirante entusiasmo. Había perdido dos barcos y las dos terceras partes de la tripulación. La venta de las especias y joyas que había comprado en la India arrojó una suma sesenta veces mayor que todo el costo de la expedición. Finalmente, se había descubierto una ruta marítima directa a las Indias que permitía prescindir de todos los intermediarios y romper el monopolio de los comerciantes asiáticos e italianos.
Mientras tanto España, por su parte, había iniciado la exploración de un camino directo a la India. Cristóbal Colón, proveniente de Génova en Italia, estaba convencido de que la Tierra era redonda e, influido por las ideas del astrónomo florentino Toscanelli pensó que la ruta a la India por el oeste era más corta que por el este.
Colón ganó el apoyo de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel. El 3 de agosto de 1492 Colón partió con tres barcos del puerto de Palos. El 12 de octubre de 1492 descubrió la isla de Guanahani, una isla de las Bahamas. Luego siguió viaje a Cuba e Hispaniola (Haití) y regresó triunfante a España. En tres viajes posteriores exploró gran parte de las Antillas y las costas de Venezuela y de América Central. Convencido de que había descubierto el camino del oeste, dio a las tierras descubiertas el nombre de Indias.
Los Reyes Católicos, con el fin de asegurar sus derechos sobre las nuevas tierras, recurrieron al Papa Alejandro VI el cual en 1493 les garantizó por medio de tres Bulas la posesión de las tierras situadas a 100 leguas al oeste de las Azores.
La decisión pontificia fue desconocida por la corte de Lisboa. Surgió el peligro de que estallara la guerra. Mas las dificultades pudieron ser superadas y en 1494 España y Portugal firmaron el Tratado de Tordesillas en el cual se trazó una línea de demarcación de polo a polo fijada a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde (48º oeste de Greenwich).
El mundo quedó dividido en dos hemisferios: Occidente para España, Oriente para Portugal. Como exploraciones posteriores demostrarían que el extremo oriental de Sudamérica quedaba al este de la línea de demarcación, Brasil llegaría a ser portugués. En Asia, por otra parte, las islas Filipinas pasarían a ser posesión española.
En los primeros decenios del siglo XVI la exploración del Nuevo Mundo hizo rápidos progresos. Europa recibió las primeras noticias más detalladas sobre las nuevas tierras a través de los relatos de Américo Vespucio, italiano que participó en algunas expediciones españolas y portuguesas a la costa oriental de Sudamérica. El geógrafo Martin Waldseemüller, creyendo que Américo Vespucio era el descubridor del Nuevo Mundo, propuso en 1507 dar al continente el nombre de América.
Los viajes exploratorios culminaron en la expedición de Hernando de Magallanes que por  primera vez dio la vuelta al mundo. Magallanes, portugués al servicio del monarca español Carlos V, partió en 1519 de España con 5 barcos y 243 hombres. Cruzó el Atlántico, avanzó por la costa del Brasil y Argentina y atravesó el estrecho que lleva su nombre. Cruzó el Pacífico y llegó hasta las Filipinas donde fue muerto por los naturales. Uno de sus oficiales, Sebastián Elcano, tomó el mando, cruzó el Indico, dobló el Cabo de Buena Esperanza y pudo regresar a España, después de casi tres años de ausencia, con un solo barco y 18 tripulantes.
Volvía a Europa el primer barco que había dado la vuelta al mundo, demostrando que la Tierra era redonda y, que América era un Nuevo mundo.



Economía y sociedad



El mundo urbano sasánida sólidamente sostenido por la agricultura se desarrollará también gracias al comercio. Las viejas y nuevas ciudades se poblaron de artesanos, muchos de ellos prisioneros de guerra, que gozaron de un estatus especial que les dispensaba del servicio militar y les obligaba a pagar únicamente el impuesto personal de la capitación; aunque en caso de guerra debían de asumir pesados tributos especiales. La actividad mejor conocida de estos artesanos era la elaboración de tejidos de seda, tapices y cerámica. 
El imperio sasánida, como todos los otros que se han asentado en este crucial territorio, supo aprovechar su situación geográfica para desarrollar un intenso comercio de intercambio entre el mundo oriental en general y el chino en especial, y el mundo mediterráneo. 
Desde Ctesifonte, las rutas hacia el Este pasaban por Hamadam, Susa, Persia y bordeaban el golfo Pérsico; mientras las que iban por el interior, desde Hamadan, llegadas al mar Caspio, continuaban hacia Kabul y llegaban a China. Por estos itinerarios centroasiáticos, a pesar de las sucesivas guerras, siempre se mantuvieron buenas relaciones comerciales con los kusanas, los hunos heftalitas y las diversas tribus turcas. Lo mismo sucedía en el frente occidental con los armenios, los romanos y después los bizantinos. La marina que desarrollaron los sasánidas en el golfo Pérsico captó gran parte del comercio del Océano Índico en perjuicio de las naves árabes. 
Los principales objetos de exportación sasánidas giraban en torno al lujo y a la fama de su refinada corte verdadera consumidora de artes suntuarias. La orfebrería con sus escenas de caza, de banquetes o de regresos triunfales de rey, será muy apreciada tanto en el exterior como en el interior. Las suntuosas sedas con sus motivos de animales enfrentados o con personajes cazando, y los grandes platos de plata y las copas trabajadas eran también muy apreciadas en el exterior y servían también para transmitir una idea de la grandiosidad y refinamiento del imperio. 
La base económica de todo este intercambio fue una moneda de oro, el denar, que era aceptada por su calidad en los mercados internacionales en igualdad al nómisma bizantino, si bien la moneda mas corriente era el direm de plata que, con un peso casi constante entre los 3,65 y los 3,94 gramos, era muy bien aceptada por todos los comerciantes. Esta moneda llevaba en el anverso el busto del rey de reyes, con inscripciones en pehleví, y en el reverso el templo del fuego. 
La jerarquizada sociedad sasánida y su estructuración económica y social hizo que los principales beneficiarios del comercio y de la riqueza agrícola fueran las dos clases especialmente privilegiadas: la nobleza y la clase sacerdotal; mientras el pueblo llano, los pequeños agricultores y los artesanos llevaron sobre sus espaldas el peso de la mayoría de sus impuestos. Estas desigualdades contribuyen a explicar el éxito de ciertas teorías igualitarias que de vez en cuando aparecerán, tal es el caso de Mazdek, que sus teorías puso en un serio peligro al propio régimen. 
A pesar del teórico monopolio religioso del zoroastrismo se sabe que la corte imperial fue por lo general un centro abierto y tolerante. El gran Cosroes acogió en su palacio a filósofos bizantinos, utilizó a cristianos en altos cargos y animó la enseñanza de la medicina. A su vez, la influencia oriental y sobre todo india se notó especialmente en la literatura con la traducción al pehleví de las fábulas de "Kalila y Dimna". Mientras en los círculos aristocráticos, especialmente de la pequeña nobleza, se manifestaba un cierto clima de crítica contra el dogmatismo zoroastrista.

La base económica de la sociedad sasánida era la agricultura y su explotación dentro de la mas pura raíz mesopotámica. Las grandes propiedades, en manos de la nobleza, de los grandes templos del fuego y del Estado configuraban el modo de explotación mas corriente, que no es del todo bien conocido. En este marco agrícola los esclavos, según parece, estaban en un proceso de emancipación, si bien los campesinos considerados libres estaban sujetos a la tierra que cultivaban como los siervos de la gleba. Sucesivas leyes reales protegieron a los campesinos frente a los nobles, pero ninguna les eximió del pago de los impuestos de capitación y de los que gravaban la tierra. La explotación de las fértiles llanuras de Mesopotamia se hacía respetando estrictamente las reglamentaciones más tradicionales, lo que permitió un florecimiento del mundo agrícola y éste a su vez un desarrollo urbano. 


Siglos XVII y XVIII de Europa y América



El arte en el siglo XVII




Abarca todo el siglo XVII y parte del XVIII. Contrasta con el renacimiento y se caracteriza por lo irregular y lo complejo que es. Constituye la respuesta estética de las circunstancias religiosas (guerras de religión y contrarreforma), políticas (absolutismo) y económicas (mercantilismo).

Los arquitectos fueron requeridos por los monarcas absolutos para construir mansiones que fueran el reflejo de su enorme poder, por ejemplo, el Palacio de Versalles. El Protestantismo, surgido en el siglo anterior, se opuso al Catolicismo, dispuesto a defender sus dogmas. La Iglesia Católica mostraba una fastuosa decoración que tuvo como objetivo oponerse de forma consciente y voluntaria a la austeridad de los templos protestantes, en los que no había imágenes. Las obras de arte eran encargadas por la nueva burguesía y reflejaban un sentimiento más intimista y cotidiano (retratos, temas domésticos, flores…)

El Barroco propuso nuevos valores estéticos en los que predominaba:



1- El movimiento, con la utilización de las formas curvas, de lo cóncavo y lo convexo. Ej. Columnas salomónicas.

2- La luz y el color, más que el dibujo, para crear formas. Los contrastes muy fuertes entre luces y sombras.

3- El realismo en las representaciones, con el objetivo de hacerlo de forma que emocione o sorprenda el espectador.

4- El gusto por lo teatral y escénico. El arte barroco está lleno de simbolismos como un decorado teatral que pretende introducir al espectador en el mundo de los sentimientos y las sensaciones.

 Pedro Pablo Rubens: El descendimiento de la cruz, 1612.

                                             Vermer: La copa de vino, 1658.




El absolutismo


Luis XIV


Esta teoría política del poder se fundamentó en las teorías de Juan Bodino, autor del tratado "De la République" y Tomas Hobbes, autor de "Leviathan". Su máximo desarrollo lo tendrá en la Francia de Luis XIV, siendo este soberano la clásica representación de la palabra "Absolutismo". Pero durante todo el siglo XVII y parte del XVIII se extenderá por toda Europa y otros continentes. Así tenemos los Estuardo en Inglaterra y los Austrias en España con claros ejemplos en Carlos II de Inglaterra o Felipe II y Felipe IV de España.La tesis general que fundamenta la soberanía absoluta está basada en el concepto de que el hombre en estado natura desarrolla el egoísmo por lo que se desata la guerra todos contra todos, por ello para subsistir necesitan convenir un contrato por el cual transfieren sus derechos naturales al Estado, cuya soberanía sobre los súbditos es absoluta, indivisible e irrevocable. Este estado está representado de la forma más perfecta por una persona "El Rey". Más tarde Jacques Bossuet, predicador de Luis XIV acentuó el origen divino del derecho del monarca, quién por ser representante de Dios no es responsable ni ante la Iglesia ni ante el pueblo.


El rey: autoridad suprema.
La cabeza del Estado absolutista era el rey, dueño de un poder ilimitado. Era el principal responsable del reino y sus súbditos. Los monarcas absolutistas eliminaron todos los obstáculos a su autoridad; para ello limitaron las atribuciones de las asambleas de representantes (Cortes en España, Parlamento en Inglaterra, Estados Generales en Francia).
El gobierno se centralizo a través de los consejeros reales. El cargo de primer ministro cobró mucha importancia y lo desempeñaba una persona de confianza del soberano.

 Las teorías del poder absolutista.
Hubo muchos pensadores y filósofos que escribieron ensayos para justificar el absolutismo. Los juristas adjudicaron al rey todos los poderes del Estado; mientras que los teólogos consideraron que el poder real procedía de Dios.
Entre los principales ideólogos del siglo XVII tenemos:

A. Jacques Bossuet (1627 – 1704).
Obispo francés, sostenía que el poder de los reyes provenía de Dios. Por ello, el monarca no tenía que rendir cuentas de su gestión a nadie.

B. Thomas Hobbes (1588 – 1679).

Filósofo ingles, que a través de su obra Leviatán (1651) afirmó que todos los hombres son iguales y tienen los mismos fines, pero que al buscarlos simultáneamente se convierten en enemigos implacables. En consecuencia para poder llevar una vida en sociedad debían ceder parte de sus derechos al Estado, para ello es necesario tener un poder fuerte concentrado en la figura real, quien así acumulaba todos los derechos a los que el hombre había renunciado.

 Críticas al Absolutismo.
Como es lógico, al mismo tiempo, empezaron a surgir las críticas al absolutismo.

a. Juan De Mariana (1536 – 1624).
Quien, siendo defensor del absolutismo, sostenía que el rey recibía el poder de Dios a través del pueblo, donde el rey solo era el administrador de ese poder, pero si lo ejercía sin respetar la ley de Dios podía ser ajusticiado.

b. Jhon Loke (1632 – 1704).
Concordaba con las ideas de Tomas Hobbes. Sien embargo, Locke consideraba que el gobierno debía de estar limitado por reglas que le prohibieran afectar los derechos a la propiedad y a la libertad individual. Asimismo propugno un sistema de control y la división de poderes. Del mismo modo, en su obra: Dos tratados sobre el gobierno civil (1690), afirmó que la soberanía no reside en el Estado sino en la gente y que el Estado es supremo solo si respeta la ley civil. Finalmente, era partidario de la libertad religiosa y de la separación de la Iglesia y el Estado.

 Países no absolutistas.
El absolutismo se impuso en Europa. Sin embargo, en Inglaterra y Holanda que iban a la cabeza de la economía europea en el siglo XVII, triunfaron sistemas distintos.

a. Inglaterra.
El Parlamento se impuso al rey, a quien le hizo jurar solemnemente una Declaración de Derecho (1689). Donde se limitaba el poder del rey.

b. Holanda.
Fue una república de burgueses, cuya principal actividad era el comercio marítimo.






Las monarquías




Si el siglo XVII ha sido calificado de "trágico" es porque su evolución aparece indisociablemente ligada a la actividad guerrera. Es un periodo en el cual la devastación y los desastres no cesan, en el que la ciega violencia de los ejércitos se ensaña con los sectores menos protegidos de la sociedad, haciendo recaer todos los males de la guerra sobre los campesinos, sobre las mujeres y sobre los inermes habitantes de las ciudades. No es de extrañar, por consiguiente, que los europeos del siglo XVII tuvieran una idea particularmente dramática de la época que les tocó vivir. Llamaron mundus furiosus, mundo enloquecido, a ese abigarrado escenario de tumultos y agitaciones, de operaciones e intrigas, en el cual los hombres se devoraban entre sí como lobos hambrientos. Esta edad de desorden, de destrucción y de derrumbamiento de la jerarquía es conocida como el Siglo de Hierro.

El antifiscalismo se convertirá también en una enfermedad epidémica de la centuria. Las revueltas antifiscales abundarán por toda Europa, hasta tal punto que la fractura entre las poblaciones y el soberano parecerá tan profunda como irremediable. No obstante, quienes protestaban y se oponían al sistema impositivo carecían de perspectivas políticas, pues incluso los peores momentos de violencia antifiscal resonará el grito de "viva el rey". En la época barroca, el apego al soberano, al mito monárquico, está muy difundido y arraigado entre las capas populares, que no ambicionan en realidad un cambio en el sistema sociopolítico sino un remedio para sus carencias.

La monarquía absoluta conseguirá afirmarse aunque en un proceso no exento de sobresaltos, en Francia, el absolutismo se enfrentó con éxito no sólo al descontento creciente de las poblaciones rurales, sino también a la oposición de las grandes familias nobles del reino y de las corporaciones burocráticas ("la nobleza de toga"), recelosas ante el firme avance de la centralización absolutista que suponía la implantación de los intendentes. Parecidos motivos de descontento entre los estamentos privilegiados provocaron la crisis de la monarquía española, que estalló en 1640 en la regiones periféricas con la separación de Portugal, la sublevación de Cataluña y los intentos secesionistas de Andalucía y Aragón (en 1648).


Algunos Estados europeos se desligaron intencionadamente de esta evolución hacia el absolutismo. En el caso de Inglaterra, tal distanciamiento fue resultado de una profunda crisis constitucional provocada por la inequívoca política de los dos primeros Estuardos, tendente a alterar la situación de equilibro entre el parlamento y el rey en perjuicio del gremio estamental parlamentario. Del conflicto constitucional se pasó a la guerra civil (1640) que concluyó con la victoria del parlamento, la decapitación de Carlos I (1649) y el tránsito a una república (1749 - 1660) precidida por Oliver Cromwell.










LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA EN EUROPA EN EL SIGLO XVII








La Revolución científica es una época asociada principalmente con los siglos XVI y XVII en el que nuevas ideas y conocimientos en física, astronomía, biología, medicina y química transformaron las visiones antiguas y medievales sobre la naturaleza y sentaron las bases de la ciencia moderna. De acuerdo a la mayoría de versiones, la revolución científica se inició en Europa hacia el final de la época del Renacimiento y continuó a través del siglo XVIII.







El termino o concepto de revolución científico, lo debemos a los historiadores del periodo de l a ilustración, quienes calificaron las trasformaciones introducidas por Copérnico, Galileo, Newton y otros en la astronomía y física como rupturas revolucionarias con el pasado que iniciaron periodos nuevos en el pensamiento. Esta interpretación que ve el desarrollo de la ciencia puntuado por discontinuidades creativas interesa desde hace mucho tiempo a los historiadores






LA REVOLUCIÓN CIENTIFICA EN AMERICA


Durante la conquista de América los sacerdotes y frailes que se trasladaron al Nuevo mundo llevaron sus conocimientos médicos, los cuales se vieron enormemente enriquecidos por el contacto con chamanes indígenas que les trasmitieron su saber respecto del empleo de las plantas medicinales americanas. El hecho de realizar la señal de la Cruz por parte de los indígenas fue aprendido de los españoles, para evitar y alejar "conjuros sospechosos" de otras fuerzas espirituales







RACIONALISMO Y EMPIRISMO EN AMÉRICA Y EUROPA 

SIGLOS XVII Y XVIII





EL RACIONALISMO: (del latín, ratio, razón) es una corriente filosófica que se desarrolló en Europa continental durante los siglos XVII y XVIII, formulada por René Descartes , que se complementa con el Criticismo de Immanuel Kant , y que es el sistema de pensamiento que acentúa el papel de la razón en la adquisición del conocimiento, en contraste con el empirismo.



El EMPIRISMO: Es una teoría filosófica que enfatiza el papel de la experiencia, ligada a la percepción sensorial, en la formación del conocimiento. Para el empirismo más extremo, la experiencia es la base de todo conocimiento, no sólo en cuanto a su origen sino también en cuanto a su contenido. surge en la Edad Moderna. 

En la Antigüedad clásica, lo empírico se refería al conocimiento que los médicos, arquitectos, artistas y artesanos en general obtenían a través de su experiencia dirigida hacia lo útil y técnico, en contraposición al conocimiento teórico concebido como contemplación de la verdad al margen de cualquier utilidad.