jueves, 27 de junio de 2013

Mundo Contemporáneo


La Declaración de Independencia de Estados Unidos


En 1776, Thomas Jefferson, escribió la Declaración de Independencia Americana.
En 1776, Thomas Jefferson, escribió la Declaración de Independencia Americana


El 4 de julio de 1776, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Declaración de Independencia. Su autor principal, Thomas Jefferson, escribió la Declaración como una explicación formal de por qué el Congreso había votado el 2 de julio para declarar la Independencia respecto a Gran Bretaña, más de un año después del estallido de la Guerra de la Revolución de Estados Unidos, y cómo la declaración anunciaba que las trece Colonias Americanas ya no eran parte del Imperio Británico. El Congreso publicó la Declaración de Independencia de varias formas. Inicialmente se publicó como un impreso en gran formato que fue distribuido ampliamente y leído al público.
Filosóficamente, la declaración hace énfasis en dos temas: derechos individuales y el derecho de revolución. Estas ideas llegaron a ser ampliamente aceptadas por los estadounidenses y también influenció en particular a la evolución Francesa. 
Los deseos de independencia de las Trece Colonias estadounidenses, que se fraguaron durante años de conflicto con los británicos por sus medidas impositivas y monopolistas con levantamientos como el Motín del té, estallaron el 18 de abril de 1775 cuando se produjo el incidente de Lexington: un grupo de soldados británicos que viajaba de Boston a Concord para confiscar municiones disparó contra un grupo de milicianos de la población de Lexington, haciendo así saltar la chispa que dio comienzo a la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.
El desarrollo de la contienda
"Washington cruzando el Delaware" por Emanuel Leutze (1851)
Tras el incidente, los británicos se vieron obligados a replegarse hacia Boston, donde contaban con los cerca de 4.000 "casacas rojas" enviados para apaciguar los ánimos en la región. Los sublevados, por su parte, habían reclutado ya un ejército popular entre los partidarios de la independencia y, en Mayo, los británicos fueron sitiados en Boston por un grupo de milicianos que superaba ya las 10.000 personas. Los británicos pidieron refuerzos y en su ayuda fueron enviados unos 6.000 soldados. Massachusetts se encontraba bajo la ley marcial.
Al mismo tiempo, se había reunido en Filadelfia el llamado Segundo Congreso Continental, compuesto por representantes de las Trece Colonias y que hacía las veces de gobierno provisional nacional. Entre sus acciones se incluye el nombramiento como comandante de George Washington, quien en julio se dirigió hacia Boston para organizar el ejército y dotarlo de uniformes y armamento. El Asedio de Boston continuó hasta marzo de 1776, cuando los británicos se vieron obligados a retirarse al mar en sus cerca de 120 buques, tras tomar conciencia del alcance real del conflicto y aceptar que se encontraban sumidos en una auténtica guerra.
El 4 de julio de 1776, el Congreso Continental firmó la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, redactada por Thomas Jefferson sobre la base de la Declaración de Derechos de Virginia, firmada apenas un mes antes. Entre los 56 congresistas presentes se encontraban también George Washington, John Adams y Benjamin Franklin.
El Congreso fue asimismo responsable de la creación en 1777 de la primera bandera de Estados Unidos, compuesta de 13 franjas y 13 estrellas en representación de las Trece Colonias.
Tras abandonar Boston, los buques británicos, por su parte, se habían dirigido hacia Nueva York, donde se les habían unido nuevas tropas enviadas desde Inglaterra al mando del comandante William Howe. Las fuerzas británicas contaban ya unos 30.000 hombres.
El conflicto se fue desarrollando en forma de guerra de guerrillas hasta octubre de 1777, momento en el que las tropas británicas se vieron obligadas a rendirse tras la Batalla de Saratoga, en el estado de Nueva York. El hecho sirvió para levantar el ánimo de los colonos, que se encontraron de este modo en posición de lanzar una ofensiva contra el ejército británico, así como para despertar el interés en la contienda de las otras grandes potencias de la época: Francia y España.
Ambas potencias se encontraban enfrentadas a Inglaterra, por lo que vieron en el conflicto una oportunidad para resarcirse. En febrero de 1778 Francia entró formalmente en la guerra y España comenzó a colaborar con los colonos enviando dinero y armamento. Un año más tarde España declaró la guerra a Inglaterra.
Con la participación de estas potencias, Inglaterra se vio obligada a desviar tropas hacia Europa, donde sus territorios se encontraban amenazados. Ante el avance contra Inglaterra, Holanda se decidió asimismo a tomar parte en la contienda, con la esperanza de poder sacar provecho en relación a sus posiciones de ultramar.
El final de la contienda
Los colonos fueron avanzando hasta que las tropas inglesas quedaron reducidas a Virginia donde, en 1781, un ejército compuesto por unos 16.000 hombres franceses y estadounidenses dirigido por George Washington asedió en Yorktown a unos 8.000 soldados británicos, que se vieron obligados a rendirse. Tras este hecho, Gran Bretaña no tuvo más remedio que pedir la paz.
El 3 de septiembre de 1783 se firmó el Tratado de París, que puso fin a la contienda. El tratado, entre otras cosas, reconocía la independencia de las Trece Colonias, que pasarían a llamarse los Estados Unidos de América y ocuparían los territorios comprendidos entre Florida y Canadá, llegando por el este hasta el río Misisipi.



Revolución Francesa




La historiografía francesa ha consagrado el hecho revolucionario de 1789 como el gozne que marca el giro del proceso histórico que hizo entrar al mundo -no solamente a Francia- en una nueva etapa que ella misma bautizó con el nombre de "contemporaine". Pero si es cierto que aquel fenómeno revolucionario fue de trascendental importancia, también hay que tener en cuenta que alrededor de esa fecha se produjeron otros acontecimientos que vinieron a reforzar la idea de cambio. En el mes de abril de aquel mismo año de 1789, George Washington fue nombrado primer presidente de los Estados Unidos de América, y en aquel verano se instaló la primera máquina de vapor para la industria del algodón en Manchester. Fueron tres acontecimientos que, aunque muy diferentes en importancia, simbolizan el comienzo de una nueva edad. El conflicto entre el orden viejo y la nueva realidad en Francia, el nacimiento de una nación en América y el comienzo del predominio de la máquina para la producción industrial.Con todo, la fecha de 1789 prevaleció sólo en los países latinos, y entre ellos, naturalmente, España, fuertemente influida por la historiografía francesa. En los países anglosajones, cuando se habla de Historia Contemporánea, se hace referencia más bien a ese periodo del pasado reciente que se inicia con el siglo XX (Barraclough), o incluso, más adelante, con el estallido de la Primera Guerra Mundial (Thompson). Todo lo anterior es para ellos Historia Moderna o Modern History. Se utiliza, por tanto, un criterio distinto y se retrotrae su comienzo a una fecha más reciente.Sin embargo, aun respetando todos los criterios que, de acuerdo con los argumentos de convencionalidad empleados más arriba, pueden ser perfectamente válidos, hay razones para justificar que alrededor de los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX, se inicia una nueva etapa histórica. Todos los movimientos revolucionarios o independentistas que se produjeron durante estas fechas están marcados por una nueva ideología, por unas notas diferenciales que los distinguen de los fenómenos históricos que se produjeron en la Edad Moderna. Hay quien estima que estas notas estaban también implícitas en la etapa histórica anterior, pero ello no contradice la realidad incontestable del cambio. Es natural la relación entre las distintas épocas históricas. Se ha negado ya la existencia de cortes bruscos en el proceso histórico. Los cambios, aun siendo revolucionarios, no significan la ruptura total con lo anterior, ni la aparición de realidades totalmente nuevas. Por eso suele suceder que los contemporáneos no tengan conciencia de los fenómenos transformadores. Sin embargo, la observación del historiador, con la ayuda que representa la perspectiva del tiempo, puede fácilmente apreciar el contenido diverso de los distintos periodos en los que se suele dividir la Historia.En efecto, por su contenido, la Historia Contemporánea resulta de más fácil aceptación como unidad monográfica. Comprende el desarrollo histórico del Nuevo Régimen salido de la crisis de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, que se contrapone al Antiguo Régimen, anterior a la Revolución. El concepto de Nuevo Régimen fue fijado por los historiadores de la cultura a principios de siglo y constituye una realidad histórica coherente, cuyos supuestos políticos, sociales, económicos e institucionales se han mantenido, cuando menos, hasta la Segunda Guerra Mundial.Aunque el historiador francés Pierre Goubert puso de manifiesto las dificultades existentes para conseguir una definición precisa de lo que se entiende por Antiguo Régimen, aceptaba en líneas generales el criterio propuesto por Tocqueville de considerarlo como "una forma de sociedad" y añadía que "el Antiguo Régimen es una sociedad de una pieza, con sus poderes, sus tradiciones, sus usos, sus costumbres, y en consecuencia, sus mentalidades tanto como sus instituciones. Sus estructuras profundas, estrechamente ligadas, son sociales, jurídicas y mentales". Pues bien, estas estructuras murieron, en algunos lugares mediante una lenta agonía, y en otros, con la rapidez que le proporcionaba la violencia revolucionaria, dando paso a un régimen nuevo que iba consolidando unas nuevas estructuras a medida que se adentraba en el siglo XIX. José Luis Comellas ha señalado lúcidamente, en unos cuanto trazos, la personalidad de esta nueva época: "la inquietud, la búsqueda, la carencia de lo absoluto, la variabilidad de las formas y de las valoraciones, la incertidumbre, la fuera de lo existencial, el ansia de progreso, son rasgos reconocibles a lo largo de toda la Edad Contemporánea, lo mismo en la época de las revoluciones, que bajo el romanticismo, el positivismo o el estruendo de las grandes guerras mundiales. También en lo estructural o institucional, encontramos como rasgos comunes la inflación del concepto de libertad, los regímenes liberales y democráticos, el constitucionalismo, el parlamentarismo, los partidos políticos -larvados o expresos-, el clasismo social, el capitalismo económico y -larvadas o expresas también- la proliferación del proletariado, la lucha de clases y las consiguientes teorías o sistemas de corte socialista".Sin embargo, aunque ninguno de estos rasgos señalados haya perdido del todo su carácter de contemporaneidad, hoy se tiende a admitir un orden de realidades de creación más reciente, como elemento definidor de nuestro tiempo. Es más, el hecho de que los historiadores anglosajones y germanos retrasen el inicio de la Edad Contemporánea hasta situarlo en un jalón, cuando menos un siglo más cercano a nuestro presente, constituye la mejor evidencia de que en el tránsito del siglo XIX al XX se produce otro cambio importante en el proceso histórico. El historiador inglés Geoffrey Barraclough, en su Introducción a la Historia Contemporánea (Madrid, 1965), se muestra defensor de la postura de considerar que la Historia Contemporánea comienza cuando los problemas reales del mundo de hoy se plantean por primera vez de una manera clara. Sin atreverse a señalar una fecha concreta, Barraclough sugiere que el cambio se produce en los años inmediatamente próximos a 1890. Es entonces cuando se produce el impacto de la "segunda revolución industrial", mucho más generalizado que el de la primera. El comienzo de la utilización del teléfono, la electricidad, los transportes, las primeras fibras sintéticas, etc., serían buena prueba de ello. La intervención de la masa en la política a partir de los últimos decenios del siglo XIX, constituye otro importante rasgo diferenciador que permite a este historiador en esos años un cambio de rumbo en la historia. Y por último, para señalar solamente las notas más significativas, el cambio operado en las estructuras de las relaciones internacionales, en el sentido de que Europa, que hasta entonces había ocupado una posición central en el concierto de la política mundial, se vio desbordada por las fuerzas externas a ella. Es la etapa que señala The end of European History, como pomposamente tituló Barraclough una conferencia pronunciada en 1955 en la Universidad de Liverpool.Sin necesidad de aceptar este criterio que establece el inicio de la Edad Contemporánea en los últimos años del siglo pasado, no podemos negar la evidencia de las transformaciones que se producen en ese momento. Esa evidencia nos permite, cuando menos, justificar los límites de este volumen, no ya en cuanto a su extensión cronológica, sino también en lo que se refiere a su contenido histórico. Así pues, hay un siglo XIX histórico, el cual aunque no coincide exactamente con el siglo XIX cronológico, presenta unos rasgos muy homogéneos y unos límites razonablemente claros que lo distinguen del siglo de las Luces por su comienzo y del actual por su terminación.Al siglo XIX se le ha denominado el siglo de las revoluciones liberales y burguesas, y, en efecto, se abre con ese fenómeno de capital importancia para la historia universal como es la Revolución Francesa, cuyas secuelas se dejan sentir en muchos países del mundo a lo largo de toda la centuria y que en definitiva terminan por consolidar una serie de cambios profundos en la organización de la sociedad, en los sistemas políticos y en la propia dinámica de la economía.


La revolución industrial


Durante los últimos decenios del siglo XVIII se ponía en marcha en Inglaterra la denominada revolución industrial, esto es, un proceso de crecimiento de la producción y de transformaciones estructurales que en un lapso de tiempo relativamente corto (no más de dos generaciones) daría lugar a una nueva sociedad en la que el capitalismo industrial estaba plenamente asentado. Sus limites cronológicos suelen situarse en el decenio de 1780, cuando, dice Hobsbawm, las curvas estadísticas más importantes inician una importante subida (o, más concretamente, 1763, cuando el final de la Guerra de los Siete Años supuso un gran avance en el dominio colonial de Gran Bretaña, o 1765, año de instalación de las primeras jennys... ) y, por el extremo superior, en 1830, en que se inauguró el primer ferrocarril. No exageran los historiadores que comparan su trascendencia con la de la revolución neolítica. Sus consecuencias se advertirán en todos los ámbitos (económico, social, político, cultural, vital) y "en la perspectiva del tiempo largo", serán, entre otras, el afianzamiento del sistema fabril (factory system); el crecimiento autosostenido de la producción y, con ello, la ruptura de los viejos y rígidos topes que impedían el crecimiento de la población(siempre acompañado, además, de su empobrecimiento) más allá de unos estrechos límites; la consagración definitiva de la figura del empresario industrial (por extensión, de la burguesía, propietaria fundamental de los medios de producción); la generalización del trabajo asalariado, formándose una nueva clase social, el proletariado, ajena a la propiedad de los medios de producción y cuyas condiciones laborales se modificaron profundamente respecto a la etapa anterior...El proceso, iniciado en Gran Bretaña, fue vivido desde la Europa continental a la vez como desafío y amenaza, tanto desde el punto de vista económico como desde el político, provocando la emulación, primero en Francia y la actual Bélgica, después en los territorios que darían lugar a Alemania, Estados Unidos y otros países. Pero esto ocurrió ya en el siglo XIX. Por lo que respecta al Setecientos, la revolución industrial es un fenómeno estrictamente británico y estaba sólo en sus comienzos: la fase decisiva será, precisamente, la comprendida entre 1800 y 1830. Por ello, deberemos centrarnos, sobre todo, en las razones que hicieron de Inglaterra el primer país industrial. Lo que, sin embargo, no es tarea del todo fácil. Pese a la inmensa bibliografía disponible, "todavía sabernos más acerca del cómo que del por qué", escribía no hace mucho David S. Landes, refiriéndose a la dificultad de establecer con exactitud la dinámica de los diversos factores que intervinieron en el proceso y la importancia de cada uno de ellos.Porque las explicaciones monocausales, esgrimidas hasta hace relativamente poco, han quedado definitivamente descartadas. Y en los análisis tienen cabida factores ya no exclusivamente económicos, sino de orden político, social, legislativo o cultural, sin faltar, incluso (recuperando a Max Weber), los religiosos. Se tiene en cuenta, por ejemplo, el peculiar sistema político inglés y la progresiva identificación de intereses públicos y privados ("la política británica es el comercio británico", habría dicho Pitt el Viejo en 1767), la ausencia de una legislación tan intervencionista y de normativas gremiales tan restrictivas como en la mayor parte de los países del Continente, la clarificación de los derechos de propiedad, la tradicional mayor flexibilidad social de la isla, su alto grado de individualismo y racionalismo, la asunción de la idea de enriquecimiento personal como algo legítimo y deseable o las instituciones de enseñanza de algunas confesiones religiosas disidentes (metodistas, cuáqueros, baptistas) y la solidaridad entre sus miembros (para prestarse dinero, por ejemplo). La revolución industrial formaría parte, pues, de un amplio proceso de modernización iniciado mucho tiempo atrás y que culminaría después de la fase crítica a que ahora nos referimos.Por otra parte, se inserta la revolución industrial en un proceso de crecimiento económico cuyo origen es también muy anterior (difieren, sin embargo, las posturas acerca del momento de su inicio), caracterizado portransformaciones agrarias, crecimiento del comercio exterior, difusión de la industria rural dispersa y desarrollo de la industria carbonífera, factor este último al que se concede, en general, gran importancia, y algún autor, como E. J. Wrigley, lo convierte en elemento decisivo por las peculiaridades tecnológicas que entraña y por cuanto suponía de fuente de energía barata y de liberación de tierra cultivable (que el combustible vegetal necesitaba para su obtención). Sólo teniendo en cuenta este previo crecimiento económico puede entenderse la ruptura y discontinuidad (pero no global, sino gradual y selectiva) de la que nos estamos ocupando.Hubo coincidencia entre el inicio de la ruptura y la aplicación a la industria de innovaciones tecnológicas más eficaces que las introducidas con anterioridad. Y durante mucho tiempo se vio en dichas innovaciones tecnológicas la causa principal de la aceleración del crecimiento. Pero, admitiendo su contribución al crecimiento, hay que recordar las limitaciones de su difusión y, sobre todo, que la innovación tecnológica no es un hecho autónomo y aislado de las específicas condiciones económicas del momento: la jenny y la water -frame surgieron, de hecho, cuando el consumo de algodón bruto estaba creciendo ya muy deprisa.W. Rostow consideraba imprescindible la preexistencia de la revolución agrícola para el surgimiento de la revolución industrial. La base del crecimiento en la Europa moderna fue, sin duda, la agricultura y también este caso sería incomprensible sin las transformaciones y desarrollo agrarios que acompañaron, más que precedieron, al desarrollo industrial. Pero su papel no fue siempre el que tradicionalmente se le había asignado, sobre todo, en lo referente a la aportación de hombres y capitales (punto éste que veremos en un contexto más amplio).Contra lo estimado hasta hace poco, hoy se piensa que el papel de las transformaciones agrarias en la liberación de mano de obra para la industria (el ejército de reserva) no fue tan intenso como se creía. Las nuevas técnicas agrícolas y los cercamientos introdujeron cambios en el estatus de los campesinos, pero, pese al aumento de la productividad, también exigieron más mano de obra asalariada en el campo. La emigración campo-ciudad existió, sin duda, pero fue debida, casi con seguridad, más al propio crecimiento demográfico y a la búsqueda de los salarios más elevados de Shefield, Lancashire o Yorkshire, por ejemplo, que a la situación de desocupación total en el campo (las trabas a la emigración derivadas de las leyes de pobres y otros vínculos afectivos y psicológicos fueron, muy probablemente, poco eficaces). La industria encontraba lo esencial de su mano de obra en los excedentes demográficos de las áreas afectadas, reforzados por la emigración irlandesa. Las primeras migraciones masivas de algunas zonas del sur y el este de Inglaterra hacia las zonas mineras e industriales comenzarán en los últimos años del Setecientos y primeros quinquenios del Ochocientos para intensificarse notablemente en la década de 1830. Aunque también, en ciertos casos, recordará M. Berg, dichas transformaciones, más que hombres, pudieron liberar tiempo de los campesinos que cabía emplear en la industria a domicilio.Trevor Ashton, en su clásica interpretación sobre la revolución industrial, insistía en la abundancia de capitales en Gran Bretaña -lo que es un hecho incuestionable- como elemento decisivo en el desencadenamiento de la revolución industrial. Y W. Rostow se refería al gran salto en la tasa de inversión (se habría duplicado ampliamente) como un elemento clave para que el despegue (take off) de la industria se produjera. Se pensaba, indudablemente, en establecimientos industriales que exigían grandes inversiones. No hay acuerdo entre los historiadores acerca de las tasas de inversión existentes en Gran Bretaña en la época, pero, en cualquier caso, es indudable que aumentaron las inversiones en la industria. Ahora bien, en sus orígenes, muchas empresas precisaron capitales más bien reducidos (entre otras razones, porque se utilizaban edificios preexistentes, polivalentes, además, en su utilización y la tecnología era relativamente barata: en 1795 una jenny valía 6 libras y una mule, de 30 a 50 libras). Los empresarios, de nuevo cuño o ya experimentados al frente de la industria dispersa, no debieron de tener graves problemas para conseguirlos y, en última instancia, el recurso a familiares y amigos, en un círculo restringido, pudo ser suficiente, prosiguiéndose después por la vía de la autofinanciación, ya que los márgenes de beneficios fueron altos. Teniendo esto en cuenta, no parece que las transferencias de capitales de la agricultura a la industria fueran sustanciales (y no hay que olvidar que también las hubo en sentido inverso, de la industria a la agricultura, al menos hasta que a finales de siglo escaseó la tierra en el mercado, dado el todavía mayor prestigio social de la propiedad agraria).Capitales procedentes de la agricultura se habían invertido en minas e industria siderúrgica, pero en la segunda mitad del siglo XVIII, los landlords tendieron más a arrendar dichos establecimientos que a continuar con su explotación directa. Los capitales agrarios se dirigieron ahora -además de a los ámbitos tradicionales, como la deuda pública- a las necesidades derivadas de la nueva agricultura y los cercamientos. Y se emplearon también en obras de infraestructura (canales y carreteras de peaje) y en este campo no se puede minimizar su positiva repercusión en la revolución industrial, tanto por su influencia en la homogeneización del mercado nacional como por su influencia en el abaratamiento de los precios del transporte (que afectaría a materias primas, combustibles y productos terminados). Por otra parte, debemos señalar la contribución indirecta de la agricultura al absorber en mayor proporción que la industria el incremento de la presión fiscal, estimado en un 250 por 100 per cápita entre 1700 y 1790 y todavía multiplicado durante las French Wars; de no haber sido así, la industria inglesa, aún no asentada totalmente, podría haber recibido un golpe fatal.La transferencia indirecta de capitales agrarios por medio de la banca (trasvase de fondos de los bancos locales del sur y este del país a los bancos londinenses, que habrían financiado las industrias del norte), suele considerarse en la actualidad (E. L. Jones) más reducida de lo que se pensó, dadas las necesidades crediticias de los propios agricultores entre la siembra y la cosecha. Pero también se conocen numerosos casos de créditos, generalmente a corto plazo, concedidos por la banca a firmas industriales, de la misma forma que algunos fabricantes se asociaron con banqueros y, finalmente, muchas firmas comerciales desempeñaron un papel decisivo en el desarrollo de las empresas comerciales al aceptar letras de cambio en el pago de materias primas u otros elementos necesarios que, así, no se pagarían de hecho hasta después de la venta de los artículos manufacturados: pudo así solventarse la necesidad de capitales circulantes.Pero la auténtica fuerza motriz del desarrollo fue el crecimiento de los mercados. Aumentó considerablemente, como sabemos, la población inglesa en la segunda mitad del siglo, lo que amplió las dimensiones de la demanda. Y aquí vino la contribución esencial de la agricultura. Las repetidamente citadas transformaciones e innovaciones en el campo contribuyeron por sí mismas, aunque en medida no aclarada (incluso discutida), a incrementar la demanda, por ejemplo, de clavos y otros objetos metálicos para realizar las enclosure (que, por ciento, también se estimulaba desde otro ámbito tan distinto como la construcción naval). Pero, sobre todo, permitieron no sólo alimentar a dicha población creciente, sino también mejorar las rentas agrarias. Y aunque desde mediados de siglo el aumento de los precios de los alimentos podría haber retraído la demanda de los labradores, E. L. Jones argumenta que dicho aumento no consiguió eliminar la parte de renta destinada por aquéllos al consumo de productos manufacturados, a cuyo disfrute se estaban acostumbrando, hasta el punto de que en lo sucesivo estuvieron dispuestos a trabajar más intensamente para adquirirlos. Se ha de añadir la importancia de la urbanización y la notable inserción de la población rural y artesanal en los circuitos comerciales. Ya a mediados del siglo XVIII la población inglesa poseía un desarrollo del mercado interno y un nivel de consumo muy superior al de cualquier otro país de Europa. La dinamización demográfica de la segunda mitad de siglo se produciría en ese contexto de consumo elevado, lo que constituye un elemento fundamental para el futuro desarrollo económico.Hay que sumar la demanda exterior, aunque el papel qué pudo cumplir está marcado por el debate. La exportación de productos manufacturados británicos no tuvo una importancia muy directa en la introducción de las innovaciones, ya que su gran crecimiento se produjo después de 1780, pero no se le puede negar su efecto multiplicador; las exportaciones, dirá Crouzet, fueron un motor de crecimiento esencial para la economía británica de 1783 a 1802. No hay que insistir demasiado en la amplitud de las relaciones comerciales de Gran Bretaña, que se extendían por todo el globo. Y, en concreto, el mercado norteamericano, sobre todo después de la independencia de las trece colonias, fue ampliando progresivamente su importancia en las exportaciones inglesas. Pero también en Europa había países que debían claudicar ante la mayor competitividad de la industria británica. Y fuera ya de nuestros límites cronológicos, llegará un momento en que los algodones británicos consigan imponerse hasta en el territorio de su procedencia, la India, compitiendo ventajosamente con los allí elaborados por los métodos tradicionales y arruinando definitivamente la vieja estructura económica de la colonia.Tales fueron los complejos factores que, entremezclados, situaron a Inglaterra a la cabeza de Europa por su producción industrial, de la que el algodón fue, indiscutiblemente, el sector líder y en la que industria metalúrgica y la extracción carbonífera también ocuparon posiciones dignas. En ningún otro país se dio a finales del siglo XVIII una tan feliz conjunción de factores estructurales y coyunturales, económicos y sociales, políticos y culturales... Quizá sólo Francia habría podido, por los recursos de que disponía, llegar a resultados brillantes. Incluso estuvo durante buena parte del siglo por delante de Inglaterra en cuanto a crecimiento económico y productividad. Pero el país, como casi todos en Europa, era más grande, más fragmentado y peor comunicado que Inglaterra, sus rentas estaban mucho más desigualmente repartidas, las supervivencias feudales en el campo impedían cualquier transformación estructural esencial y dificultaban la afirmación de núcleos dinámicos de burguesía rural, las condiciones políticas e institucionales, como es bien conocido, eran muy distintas, los privilegios estamentales eran vigorosos... El Antiguo Régimen estaba mucho más vivo en Francia y, en la misma medida, la modernización estaba lejos.

EL IMPERIO RUSO

La rusa zarista
A lo largo del siglo XIX Rusia permaneció ajena al proceso de industrialización que
se desarrollaba en Europa y otros continentes. El inmovilismo social y político la
sustrajeron a los cambios que alteraron las estructuras de buena parte del mundo
occidental. Por eso se considera que la Rusia de los zares en los inicios del siglo XX era
un país atrasado.
La rusa zarista: un país retrasado
La Rusia de principios de siglo era un país atrasado económica, social y políticamente.
Sin embargo, desde el punto de vista internacional, ejercía el papel de gran potencia
militar. Lo era sólo en apariencia, pues su ejército se había ido quedando anticuado a lo
largo de la segunda mitad del siglo XIX
Esta situación se apreciaba en tres planos:
-económicamente
-políticamente
-socialmente
La rusa zurita: económicamente
A comienzos del siglo XX Rusia era un país preindustrial, anclado en el pasado, con un
predominio absoluto del sector agrícola. La estructura de la propiedad descansaba
sobre grandes latifundios en manos de la aristocracia, la Corona, la Iglesia y unos
pocos agricultores acomodados. La industrialización, iniciada tardíamente y circunscrita
a las grandes urbes, dependió siempre del capital extranjero y de la iniciativa del
Estado. 


La rusa zurita: socialmente.
SOCIALMENTE.- -El campesinado constituía el estrato social mayoritario.
-La aristocracia.- muy conservadora, ostentó hasta 1861 privilegios señoriales de
carácter feudal, en tanto que en el resto de Europa se habían ido aboliendo a lo largo de
la primera mitad del siglo.
-El proletariado industrial.- era igualmente reducido, poseía una elevada conciencia
de clase y una alta politización, debido a la implantación de ideologías revolucionarias
procedentes de Europa (anarquismo y marxismo).
-Las clases medias.- consolidadas y en ascenso en los países industrializados, eran
aquí casi inexistentes y sirvieron en gran medida de cantera a la burocracia del régimen
zarista.


La rusa zurita: políticamente

El poder era detentado por una monarquía absoluta y teocrática presidida por el Zar
(Emperador) que pertenecía a la dinastía de los Romanos, apoyado en cuatro pilares:
la nobleza, el clero, el ejército y la burocracia, arropados por una omnipresente policía
política.
Era una forma de gobierno "autocrática"
Las libertades políticas eran inexistentes y los opositores eran perseguidos por la policía
que extendía sus tentáculos por todos los rincones del Imperio.

 

Romanticismo y nacionalismo



Surgió a finales del siglo XVIII por influencias de la Revolución Francesa y la Americana. Defiende el concepto de nación, como un conjunto de individuos libres y soberanos que reclaman el derecho de autodeterminación y elegir sus representantes mediante el voto.


*Características:
-El sentimiento de pertenencia a un grupo humano
-Solidaridad entre sus mienbros
-Amor a la nación
-Unión a través de la lengua y de la cultura
-El romanticismo
-Algunos centros que impulsaron estas ideas fueron: París, universidades alemanas y las sociedades secretas.
-Este concepto de nación es conocido en alemania como Volkgeist.

ROMANTICISMO:




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